Allí, donde el sol parte la arena y los escorpiones se arrastran entre las piedras, él se convirtió en un ermitaño. Su casa: una cueva. Su comida: dátiles, miel silvestre y raíces. Su
cuerpo: cubierto completamente por su barba y su cabellera, al punto de parecer una criatura primitiva más que un humano.
Durante 60 años no vio a otro ser humano. Ni habló. Ni escuchó voz humana. Solo el viento del desierto, los rugidos del hambre, y los gritos invisibles del tentador. En ese silencio
extremo, Onofre no enloqueció. Al contrario: se convirtió en roca.
TENTACIONES, VISIONES Y EL SILENCIO COMO ARMA
El diablo no soporta el silencio. Y menos aún el silencio de un hombre que ora. Onofre fue blanco de múltiples ataques espirituales. Las historias más antiguas cuentan que el
demonio se le apareció en forma de bestias, visiones de mujeres, promesas de poder, tormentas nocturnas, e incluso como una voz piadosa que le sugería abandonar su vida salvaje
y volver al mundo.
Pero Onofre no respondió. Jamás habló con el enemigo. Jamás cayó en el juego del diálogo. Su única arma fue el silencio. Oraba sin palabras. Ayunaba hasta los huesos. Y ofrecía
todo por amor a Cristo.
Este detalle es crucial: no fue solo soledad, fue combate. Onofre fue un místico de guerra. Su martirio fue espiritual. Cada día en el desierto fue una batalla. Y cada noche, un
exorcismo sin testigos.
EL ENCUENTRO CON EL MONJE
Después de 60 años de completo aislamiento, un monje peregrino llamado Pafnucio (o Paphnutius) lo encontró en el desierto. El relato del encuentro es impactante: el monje
ve a una figura cubierta de pelos, con la piel quemada por el sol, los ojos brillantes como carbones y una luz extraña rodeándolo. Temió que fuera un demonio. Pero cuando
Onofre habló, lo hizo con ternura y humildad: “Soy Onofre, siervo del Señor. Tú has sido enviado para ser testigo de mi muerte”.
Pafnucio pasó la noche junto a él, escuchando su historia de penitencia, milagros y fidelidad. Al amanecer, Onofre le dijo que un ángel había anunciado que su hora había llegado.
Se arrodilló. Abrió los brazos. Y murió.
Pero su cuerpo no se descompuso. No olía a muerte. Y un perfume llenó el aire. Pafnucio cavó una tumba, lo enterró, y cuando volvió al lugar días después, ya era sitio de peregrinación.
EL CUERPO QUE NO SE PUDRIÓ
Uno de los elementos más impactantes de la vida de san Onofre es lo que sucedió con su cadáver. Los relatos coinciden en que su cuerpo quedó intacto, como si solo estuviera
dormido. La tradición cristiana consideró esto una señal clara de santidad. En una época donde la descomposición era inevitable incluso para los más santos, el cuerpo incorrupto
de un ermitaño del desierto causó conmoción.
Desde entonces, su tumba fue considerada fuente de bendiciones, curaciones y conversiones. Muchos peregrinos testificaron haber sentido una paz inusual o experimentar sanaciones
al rezar en su lugar de descanso.
LA IMAGEN QUE ATERRABA Y ATRAÍA
El aspecto de san Onofre causó pavor en su tiempo. Su figura completamente cubierta de pelo, sus ojos hundidos, su piel curtida por el sol del desierto, parecía más una bestia
que un santo. Por eso, muchos artistas lo representaron en forma exagerada: con barba hasta los pies, solo cubierto por hojas o taparrabos improvisados con ramas secas.
Pero esa apariencia salvaje fue justamente lo que captó la atención de los fieles. Porque mostraba que la santidad no está en el aspecto externo, sino en el fuego interior. Onofre
era un hombre consumido por Dios. Y su cuerpo reflejaba esa intensidad.
PATRONO DE LO IMPOSIBLE
A San Onofre se le reza hoy por la pureza interior, la fortaleza espiritual y la protección contra el mal. También es patrono de los monjes, de quienes buscan el perdón, y de los
que luchan contra adicciones o tentaciones difíciles.
En algunas regiones se lo invoca para proteger los hogares de los ataques del demonio, y en otras se le hacen novenas para alcanzar milagros imposibles.
Incluso en culturas populares, como en partes de Latinoamérica y Europa del Este, su imagen es colocada en altares domésticos, a pesar de su aspecto aterrador, como símbolo
de resistencia y fe inquebrantable.
LA LUZ QUE BROTÓ DEL SILENCIO
Lo de san Onofre no fue una huida del mundo. Fue una inmersión en Dios. Fue apagar todos los ruidos externos para escuchar solo una voz: la del Espíritu. En su historia no
hay grandes sermones, ni milagros espectaculares, ni multitudes. Pero hay algo más fuerte: una vida transformada en testimonio absoluto.
En tiempos donde todo se grita, Onofre eligió el silencio. En épocas de apariencias, él eligió el despojo. En una era de consumo, eligió comer raíces y miel. En días donde el
demonio se disfraza de placer, Onofre lo venció sin decirle una palabra.
Murió solo, pero no en vano. Hoy, miles lo recuerdan. Y su historia —como su cuerpo— sigue intacta.
NO FUE UN LOCO, FUE UN SANTO
Y como todos los santos verdaderos, su vida es incómoda. Porque nos muestra cuánto podríamos dar… y no damos. Cuánto podríamos amar… y no amamos. Cuánto podríamos
callar… y no callamos.
San Onofre no fundó órdenes. No escribió libros. No dejó reliquias. Solo dejó un camino: el de la entrega total.
Hoy, más que nunca, el mundo necesita de santos que vivan en el silencio y luchen en lo invisible. Como él. Como ese extraño ermitaño cubierto de pelo que desafió al infierno
desde una cueva en el desierto… y venció.
Fuente: www.santopedia.com/
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