Y sucedió que al fin se enfermó, y ya muribundo mandó llamar a su humilde covacha, debajo de la
                    escalera, a sus padres, y les contó que él era su hijo, que por penitencia había
                    escogido aquél tremendo modo de vivir. Los dos ancianos lo abrazaron llorando y lo ayudaron a bien
                    morir. 
                    Después de muerto empezó a conseguir muchos milagros en favor de los que se encomendaban a él. En
                    Roma le edificaron un templo y en la Iglesia de Oriente, especialmente
                    en Siria, le tuvieron mucha devoción. 
                    La enseñanza de la vida de San Alejo es que para obtener la humildad se necesitan las humillaciones.
                    La soberbia es un pecado muy propio de las almas espirituales, y se le aleja
                    aceptando que nos humillen. Aún las gentes que más se dedican a buenas obras tienen que luchar
                    contra la soberbia porque si la dejan crecer les arruinará su santidad. La soberbia
                    se esconde aún entre las mejores acciones que hacemos, y si no estamos alerta esteriliza nuestro
                    apostolado. Un gran santo reprochaba una vez a un discípulo por ser muy orgulloso,
                    y este le dijo: "Padre, yo no soy orgulloso". El santo le respondió: "Ese es tu peor peligro, que
                    eres orgulloso, y no te das cuenta de que eres orgulloso". 
                    La vida de San Alejo sea para nosotros una invitación a tratar de pasar por esta tierra sin buscar
                    honores ni alabanzas vanas, y entonces se cumplirá en cada uno aquello que
                    Cristo prometió: "El que se humilla, será enaltecido". 
                    Dijo Jesús: "Los últimos serán los primeros. Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el
                    Reino de los cielos". (Mt. 5)
                
                Fuente: www.santopedia.com/ 
 /www.aciprensa.com/